Miles de familia desplazadas, la mayor parte a causa de la sequía, viven esta trágica historia.
Cuando su marido comunicó a Fahima que debían vender a sus dos pequeñas hijas para que la familia no se muriera de hambre, después de haber sido desplazada por la sequía en el oeste de Afganistán, su mujer no paró de llorar.
Farishteh, de seis años, y Shokriya, un año y medio, sonríen con el rostro lleno de barro, junto a su madre en su casa de arcilla cubierta con lonas perforadas, sin ser conscientes que han sido entregadas por dinero a familias de sus futuros maridos, también menores de edad.
Sus compradores desembolsaron unos 3.350 dólares (2.870 euros) por la mayor y 2.800 dólares (2.400 euros) por la menor.
Una vez que se haya pagado la suma total, lo que podría llevar años, las dos niñas tendrán que despedirse de sus padres y de este campamento de desplazados internos en Qala-i-Naw, capital de la provincia de Badghis, donde la familia, originaria de una distrito vecino, ha encontrado refugio para salir adelante.
Miles de familia desplazadas -la mayor parte a causa de la sequía- de la región, una de las más pobres del país centroasiático, viven esta trágica historia.
En los campos de refugiados y pueblos, los periodistas de la AFP identificaron a por lo menos una quincena de ellas obligadas a proceder de esta manera por sumas de 550 a 4.000 dólares (de 430 a 3.447 euros) para sobrevivir.
La práctica está muy extendida. Responsables de campamentos y pueblos han contabilizado decenas de casos desde la sequía de 2018, cifra que ha aumentado con la de 2021.
La familia de Sabehreh, de 25 años, un vecino de Fahima, había pedido prestados alimentos de una tienda de comestibles. El propietario los amenazó con «encarcelarlos» si no pagaban.
Para saldar sus deudas, la familia vendió a Zakereh, de tres años, quien se casará con Zabiullah, el hijo del tendero, de cuatro años. La pequeña no sospecha nada. Entre tanto, el padre de su futuro esposo ha decidido esperar hasta que ella tenga la edad suficiente para llevársela con ellos.
«No estoy contento de haber hecho esto, pero no tenemos nada para comer ni beber (…). Si sigue así, (también) tendremos que vender a nuestra hija de tres meses», se desespera Sabehreh.
«Mucha gente está vendiendo a sus hijas», asegura otro vecino, Gul Bibi, que vendió a su pequeña Asho, de ocho o nueve años, a un hombre de 23 años a quien su familia también le debía dinero.
Bibi teme que este hombre regrese de Irán para llevársela lejos de su regazo. «Sabemos que esto no está bien (…), pero no tenemos otra opción», asevera.
Un calvario interminable
En otro campamento en Qala-i-Naw, Mohammad Assan se enjuaga sus lágrimas mientras muestra fotos de sus hijas Siana, de nueve años, y Edi Gul, de seis años, que se marcharon con sus respectivos maridos jóvenes lejos de la ciudad.
«Nunca las volvimos a ver. No queríamos hacer esto, pero teníamos que alimentar a los otros hijos», explica Assan.
«Mis hijas seguramente están mejor allá, con comida», intenta consolarse, antes de mostrar los pedazos de pan que le dan los vecinos, su única comida del día.
Assan, que también tiene que pagar el cuidado de su esposa enferma, sigue endeudado. Hace unos días, empezó a buscar un comprador para su hija de cuatro años.
«Algunos días me vuelva loco, salgo de la tienda de campaña y no recuerdo realmente adónde voy», cuenta su esposa, Dada Gul, sentada en la carpa hecha jirones.
Es un calvario interminable para las madres: la decisión de vender a su hija, la espera hasta su marcha, a menudo durante años hasta que las hijas tienen 10 o 12 años, y luego la separación.
Rabia, una viuda de 43 años también desplazada por la sequía, está haciendo todo lo posible para posponer el terrible plazo. Su hija Habibeh, de 12 años, vendida por unos 550 dólares (430 euros), debería haberse ido hace un mes, pero la mujer rogó a la familia de su futuro esposo que esperara un año más.
«Quiero quedarme con mi mamá», susurra la menuda adolescente, con ojos tristes.
Rabia recompraría a su hija si «tuviera qué comer y beber». Pero ella y sus tres hijos apenas tienen para vivir. Su hijo de 11 años trabaja en una panadería por medio dólar al día, y el de nueve años recoge basura por 30 centavos.
«Mi corazón está roto (…), pero tenía que salvar a mis hijos», explica Rabia.
«En los campamentos se come con unos centavos al día, que ganamos mendigando o empujando una carretilla. Nos preguntamos cómo sobreviviremos al próximo invierno», lamenta la madre.
Estos matrimonios «se deben a problemas económicos, no es una norma impuesta» por los talibanes, señala a la AFP el gobernador en funciones de Badghis, Malawi Abdul Sattar.
La edad mínima legal para que las niñas se casaran era de 16 años bajo el gobierno anterior, antes de que los talibanes tomaran el poder en agosto.
Según un informe de Unicef de 2018, el 42% de las familias afganas tiene una hija que contrae matrimonio antes de los 18 años. Principalmente, por razones económicas, porque el matrimonio a menudo se considera un medio para asegurar la supervivencia de una familia.
Sin embargo, las niñas que se casan temprano también corren un grave riesgo, desde un parto complicado hasta violencia doméstica o familiar.