Una tragedia evitable. La historia de Santino, Lorenzo, Benicio y Noah, cuatro hermanos que quedaron enterrados en una vivienda en el Jagüel en 2023. El recuerdo de Pamela Nisi.
La noche del 8 de enero de 2023 en Monte Grande era calurosa y la cocina olía a salsa. Pamela Nisi, madre de seis niños, había comprado ñoquis esa mañana en el supermercado chino, junto con budines, yogures y pan dulce en oferta, residuos de una Navidad que aún flotaba en las góndolas.
Era domingo y tenía el día libre. Jugó con sus hijos, los llevó a la pileta del patio y, antes de que anocheciera, empezó a limpiar la casa. Sus hijos ya estaban bañados, recién cambiados. Dormían o descansaban en la habitación. Santino tenía diez años. Lorenzo, seis. Benicio y Noah, mellizos, apenas cuatro. Erik, el más grande estaba en Misiones y Valentín, en ese momento de 16 años se encontraba con sus hermanitos en la habitación.
A las 22:30, todo se quebró.
El cielo se vino abajo —literalmente— sobre el cuerpo de los chicos. El techo se partió en bloques y cayó como una losa de plomo, aplastando camas, juguetes, cerámicas nuevas. No hubo advertencia, solo el aviso confuso de su hijo Valentín: “Mamá, está lloviendo arena”. Pamela no alcanzó a responderle cuando escuchó el estallido: “plop, plop, plop, plop”, un ruido que no puede borra de su mente. Los gritos brotaron con violencia y se esparcieron por el barrio. La puerta se le cerró en la cara mientras corría. Detrás, la habitación donde estaban sus hijos había desaparecido bajo toneladas de escombros.
“En ese momento yo estaba con un short y en corpiño. Salí por toda la calle pidiendo auxilio. Me había lastimado todos los pies, todo con sangre tenía, pero no me importaba nada”, recordó.

Por qué llegaron a esa casa
La mudanza a la casa de Daniel López, su pareja, no fue una elección, sino un último recurso. Hasta entonces, Pamela vivía en Boedo, con sus hijos y su madre, Alejandra Russo. Trabajaba jornadas interminables en una carnicería —“24/7, todo el día, porque era mamá soltera y la plata no me alcanzaba”— y en ese sacrificio depositaba la única promesa posible: que a sus hijos no les faltara nada.
Pero la casa de Boedo escondía algo más que precariedad económica. Su hermana, Romina Nisi, había iniciado una relación con su expareja, Gastón del Río, padre de uno de sus hijos. “Era el papá de Lolo, de Noah y de Beni pero sólo reconoció a Lolo y desapareció”. La mujer explicó que todo ocurría mientras ella salía a trabajar. “Mis nenes Valentín y Erik una vez me llaman al trabajo y me dicen ‘Ma. Romina y Gastón se encerraron en la pieza y no nos dejan pasar’”. Su relación con el padre de sus hijos estaba terminada. Fue el principio del final.
Más tarde habría descubierto que su hermana, en complicidad con su expareja la habían estafado. Contó que utilizaron su tarjeta para realizar gastos y endeudarla. “Ahí yo agarro a Daniel y le digo: ‘Quiero que nos vayamos ya. Ya vamos a dejar todo y nos vamos para tu casa’”. Así llegaron a El Jagüel.
La vivienda, ubicada en Talcahuano al 1100, en Monte Grande estaba descuidada, abandonada. La refaccionaron con esfuerzo. Pintaron paredes, colocaron cerámicas, compraron camas de pino. “Yo quería empezar de nuevo”, dijo Pamela. No tenía más alternativa. “Por eso me fui con Daniel. Para escapar del maltrato”, explicó.

Pamela aclaró que el vínculo de su hermana con su expareja, sumado al robo y la falta de cuidado que su madre le brindaba a sus hijos cuando ella trabajaba, la empujaron a mudarse con quien era su pareja en ese momento y que había conocido tiempo atrás en el trabajo.
Cinco toneladas sobre sus cabezas
El domingo 8 de enero de 2023 amaneció soleado. “Yo ese día tenía franco y me quedé todo el día con mis nenes”, recordó. Jugaron, comieron budín, se metieron en la pileta. Pero el patio era un caos y ella estaba cansada de vivir en esas condiciones. Todo estaba cubierto de escombros, suciedad, lo que generaba que intentara buscar otra solución para vivir con sus hijos. “No podían mis nenes andar en monopatín ni en bicicleta de tanto desastre que había”. Pamela le dijo que pensaba alquilar un contenedor. Costaba diez mil pesos. Daniel se negó.
“‘Vamos a subirlos’”, me dijo. “‘Porque estos escombros me sirven para edificar las habitaciones futuras de Erik y Valentín’”. Pamela no sabía de construcción. Le dijo que ella se quedara abajo mientras él con los chicos los subía. Confió. Desde la mañana hasta las siete de la tarde, subieron los restos con sogas y tachos y los depositaron sobre una losa falsa, algo que ella desconocía. Daniel y los chicos trasladaban el material a la terraza. Los mismos que horas después iban a morir debajo de ese techo.
Después, todos se bañaron. Ella limpiaba la cocina. “Los más chicos me pidieron la mamadera. Le digo a Daniel: ‘Hacela vos. Yo termino de limpiar’”. Los mellizos se durmieron. Lorenzo y Santino jugaban con Valentín. Pamela pasó el trapo en la habitación.
Entonces escuchó a Valentín: “Mamá, está lloviendo arena”. Todo empezó a moverse. “Cuando él salta de la habitación para la cocina, se escucha plop, plop, plop, plop. Y cuando miro era la habitación de mis nenes. Cuando pego la vuelta para entrar, se nos cierra la puerta en la cara”.

Gritó. Corrió descalza. Los vecinos salieron. La explosión había hecho temblar todo el barrio. “Vinieron muchos vecinos porque el estruendo fue como si hubiese explotado una garrafa”. Pamela pedía auxilio a los gritos. Los vecinos intentaban abrir la puerta de la habitación a patadas.
Cuando logran derrumbarla, todos se tomaron la cabeza: “¡no!”, dijeron. Tal vez por miedo o falta de reacción decidían irse y dejar esa escena de terror atrás. “Yo los volvía a meter, los agarraba y les decía: ‘no me dejen, ayúdenme’”. Su hijo Valentín escarbaba con las manos, como podía un niño de 16 años. Daniel, según su versión, estaba en shock.
“Dale, hijo de puta, dale, movete”, le gritó ella desesperada.
La policía y la ambulancia llegaron treinta minutos después. A Pamela la sentaron, la ataron, pero se soltó. No quería estar quieta. La escena era insoportable. “Yo mido 1,59 y los escombros me llegaban hasta la mitad y mis hijos estaban ahí abajo”, dijo.
Una vecina le dio un rosario: “Rezá, rezá, rezá”. Cuando recibió la confirmación de las muertes, lo arrojó al piso. “Lo revoleé; insulté a todo el mundo”.
Al primero que sacaron fue a Noah. Tenía signos vitales. Daniel lo llevó en un patrullero al hospital. Murió en el camino. Luego encontraron a Lorenzo. Después a Benicio. Y por último, a Santino, recién a las tres de la madrugada. “Cinco horas bajo los escombros estuvo mi hijo”.
Fue Daniel quien le dio el último “golpe”. “Te tengo que dar la peor de las noticias”, así supo que Noah también había muerto. Pamela lo golpeó. Se lo llevaron.
Los médicos intentaron sedarla pero ella no paraba de demostrar su dolor con todas sus fuerzas: “No me duermas, lo único que quiero es que me mates como se murieron mis hijos”, les gritaba. La sedaron. Despertó al día siguiente en otra casa. No recordaba nada.
La justicia y el despojo
Daniel López fue liberado a las 48 horas. Un patrullero quedó en su puerta. Dos de sus hijas acompañaron a Pamela en el velatorio. Una le ofreció hablar con él. “No, yo no quería”.
Días después, Pamela contó que volvió a la casa del horror a recuperar los objetos de sus hijos. Fue con Pablo, el padre de Santino. Alejandra, otra de las hijas del acusado, la detuvo: “Vos de acá no te podés llevar nada. Dijo mi papá que tengo que dejar todo anotado”, recordó. Pamela se fue. Luego regresó con custodia judicial. Adentro, el cuarto seguía cubierto de escombros.
“Entré en shock. Pablo no lo había visto antes. Cuando miró el lugar se puso a llorar. Se pegaba con el adoquín del escombro en la cabeza”. Recuperaron el celular de Santino. Ropa. Fotos. No todo. Ella sólo quería tomar sus juguetes, esos que días atrás les había regalado para Navidad, cuando la vida era otra. Alejandra, según cuenta Pamela, se opuso a que se llevara objetos: “Eso te lo regaló mi papá”. El oficial la apartó. Le pidió a Alejandra que se retirara.
Daniel López fue acusado por el delito de homicidio culposo agravado por la multiplicidad de víctimas. En estos días Pamela señaló que lo someterán a un estudio psicológico.

“Toda la culpa acá la tuvo Daniel, porque el que hizo la losa mal fue él. No entiendo por qué puso todos los escombros en esa losa falsa que él sabía que era falsa en vez de adelante, que estaba todo terminado”.
El hombre valló la casa. Puso chapas por temor a que ella pudiera hacer algo. “Tenía miedo de que yo le tirara la casa abajo o la prendiera fuego”. Pero ella no buscaba eso. Solo quería rescatar algo de sus hijos. Un objeto. Un rastro. Algo.
Un duelo sin descanso
Pamela, hoy de 39 años, no volvió a trabajar. Ni a dormir del todo. Está medicada. Tiene ataques de ansiedad. Duerme con luz. Se tapa los oídos cuando escucha sirenas de bomberos. No puede ir a una plaza y ver niños jugando. Todo le recuerda su vida con ellos.
Sus hijos mayores también cargan con la pérdida. Erik, el más grande que estaba en Misiones ese día, tenía un presentimiento. Quería volver. “Es como si supiera que algo estaba pasando”. Valentín, que vio todo, no quiere hablar. A veces, entre mates, llora. “Dice que extraña a sus hermanos que tomaban mate con él hasta las 3:00. Jugaban al Minecraft, a los Roblox”.
Pamela no encuentra alivio. “Estoy muerta en vida, los extraño”. Le hablan de psicólogos, de terapias, de resignación. Pero ella sabe que no alcanza. Hace poco comenzó a buscar trabajo otra vez. Siempre se desempeñó en atención al cliente, en comercios. Necesita volver. No solo por la economía. Por su cabeza. Por sus hijos vivos. Porque quedarse quieta, dice, es volver a esa noche.
Cuatro tumbas que duelen
En el cementerio de Flores se encuentran enterrados sus hijos. A menudo les lleva juguetes, todo lo que sabe que ellos querrían. Les canta la canción que los acompañó desde que nacieron.
“Aunque parezca increíble, cada vez que voy a visitarlos aparecen mariposas, los molinillos empiezan a girar sin parar. De alguna manera siento que están conmigo”
Comparte sus videos en las redes sociales. Necesita mostrar a sus hijos con orgullo, que los conozcan, que no los olviden. Pero ahí están los haters, esos odiadores que atacan incluso a una madre que lo perdió todo. No tienen piedad. Le escriben que suelte, que los deje descansar en paz, que se nota que está loca. A veces ella se cansa y responde: “Si te hubiera pasado lo que yo viví, ¿cómo estarías? Sí, probablemente esté un poco loca».
Son esos días que dice que no puede levantarse, que le pesa caminar. Le pesa la vida. Saber que ella sigue mientras que cuatro de sus hijos están en esas tumbas en Flores.

Una promesa en la ruta
Cada octubre participa de la caminata a Luján. Sus pasos son una forma de no soltar. Cada kilómetro una plegaria que no busca milagros, solo recuerdo. Pamela camina sola. Cruza puentes, campos, estaciones. Sólo lleva una mochila pequeña que fue de su hijo Lolo y un marco con las fotos de los cuatro. En los márgenes del camino, cuando el sol cae o la ruta se estira sin sombra, suelen aparecer niños. Mellizos. Rubios. Como si el mundo conspirara para recordarle que la muerte no borra. “Siempre se me cruzan nenes de la misma edad de ellos. Me acompañan mariposas. Parece que me vuelve el alma, me vuelve la imaginación para atrás”.
Camina con el corazón al borde. La gente se le acerca, la abraza, le dice “dale, dale, vamos que llegamos”. Ella agradece y sigue. No hay llegada. No hay destino. Porque la casa sigue allí. Porque la causa judicial sigue abierta. Porque el ruido del derrumbe aún vibra como un trueno dentro suyo. Y porque, aunque los años pasen, hay cosas que no se entierran.
Pamela Nisi no camina sólo por fe. Camina junto a la imagen de sus hijos para no olvidar.
Fuente: Infobae