Con más de dos metros de altura y un coeficiente intelectual de 145, Edmund Kemper pudo ser un gran basquetbolista o, quizás, un científico de renombre, pero el odio visceral que sentía contra su madre lo llevó a ser el asesino en serie más famoso e infructuosamente buscado de los Estados Unidos en la década de los ‘70.
Se lo llamaba “El asesino de las colegialas” y es posible que nunca lo descubrieran si el mismo no hubiese llamado por teléfono a la policía después de matar y degollar a su madre en abril de 1973. Tras hacer la llamada se sentó en la puerta de su casa y esperó que vinieran a detenerlo.
-Ya no tengo odio, después de matarla a ella ya no tengo más ganas de matar – les dijo a los policías mientras lo trasladaban a la comisaría.
Los uniformados no entendieron que quiso decir, pensaban que llevaban a un loco que en un ataque de ira había asesinado a su madre y a una amiga de ésta que estaba en la casa por casualidad.
No sabían que el hombre gordo y enorme que llevaban esposado en el asiento trasero del patrullero cargaba diez con muertes sobre sus espaldas, perpetradas en dos series de asesinatos bien diferenciadas: seis jóvenes estudiantes universitarias y cuatro miembros de su entorno más cercano.
No lo supo nadie hasta que él mismo, sin recibir ninguna presión, los confesó.
El pequeño gran Ed
Edmund Emil Kermper III, “Ed”, odiaba a su madre desde que tenía uso de razón, pero tuvo que matarla para darse cuenta de que ese odio era el verdadero motor de la compulsión interna que lo había llevado a cometer sus crímenes.
Nacido el 18 de diciembre de 1948 en Burbank, California, Ed era hijo de Edmund Kemper II y Clarnell Stage, y tenía dos hermanas menores. Sus padres se separaron cuando tenía 9 años y se quedó viviendo con Clarnell, con quien la pasaba realmente mal. La mujer era alcohólica y lo maltrataba. Lo trataba de imbécil e inútil y, cuando llegaba borracha, le pegaba.
A Ed no le iba mal en la escuela. Era inteligente y buen alumno, aunque muy tímido. Había crecido rápido y mucho pero su altura – a los 11 años le llevaba dos cabezas de ventaja al más alto de sus compañeros – en lugar de favorecerlo lo transformó en un blanco constante de burlas, a las que no respondía.
Esa ira contenida contra su madre y sus compañeros la canalizaba matando animales domésticos en su barrio. Capturaba perros y gatos, los torturaba hasta que morían y después los diseccionaba para ver cómo eran adentro. Muchos años después contaría a dos agentes del FBI que una vez había enterrado vivo a un gato y lo desenterró a los pocos minutos para comprobar si todavía respiraba. Como el animal seguía vivo, lo degolló.
A los 15 años medía un metro 93 y seguía siendo la víctima preferida de las burlas de sus compañeros. Sabían que si los enfrentaba los podía destrozar en una pelea, pero Ed jamás reaccionaba. Bajaba la cabeza y volvía a su casa mascullando odio. Y allí se metía en otro infierno, donde era dueña y señora su madre.
Por esos días le contó a una de sus hermanas que se había enamorado de una profesora pero que sentía que solamente podría besarla si la mataba antes. Horrorizada, la chica le contó la historia a su madre. Clarnell reaccionó encerrando a Ed en el sótano de la casa por las noches. Temía que violara a sus propias hermanas.
Ed se escapó y buscó refugio en la casa de su padre, en Los Ángeles.
Matar a los abuelitos
De chico Ed se llevaba bien con su padre, pero las cosas habían cambiado. El hombre tenía una nueva esposa y con ellos vivía la hija de un matrimonio anterior de la mujer. Ed y la chica se llevaron mal desde el primer día y pronto la convivencia se hizo insostenible.
Edmund padre se sacó el problema de encima mandando a Ed a vivir con sus abuelos paternos, en el campo. No fue la mejor solución: allí el chico se encontró envuelto en el mismo círculo de infierno familiar en el que había vivido su infancia. La abuela se burlaba de él y lo maltrataba, igual que su madre. El abuelo lo trataba bien, pero no lo defendía.
Ed Kemper estalló por primera vez en su vida el 27 de agosto de 1964. Esa mañana su abuela lo maltrató en la cocina y, como siempre, Ed no reaccionó. Para alejarse de la situación, buscó una escopeta que su abuelo le había regalado la navidad anterior y salió de la casa para ir a cazar al campo. Eso lo calmaba.
Se había alejado unos metros cuando escuchó que su abuela volvía a gritarle desde una ventana, le decía que volviera, que todavía no había terminado con él. Ed volvió, entró en la cocina y le disparó a la mujer por la espalda, en la cabeza. Se dio cuenta de que la había matado, pero ya no podía contenerse: volvió a tirarle dos veces más, ahora en la espalda, y después la acuchilló hasta agotarse. Envolvió la cabeza de la mujer con una toalla y arrastró el cadáver hasta el dormitorio.
El abuelo volvió veinte minutos más tarde y Ed lo vio venir hacia la casa. Salió armado con la escopeta y le dijo al hombre que se iba a cazar. Sin sospechar nada, el abuelo siguió caminando hacia la casa; entonces Ed le disparó por la espalda.
Llevó el cadáver de su abuelo hasta el garaje y, metódicamente, limpió la sangre esparcida por la cocina. Recién entonces se dio cuenta de lo que había hecho y no tuvo mejor idea que llamar a Clarnell, su madre, para contarle.
La mujer lo trató de idiota y le dijo que llamara a la policía. Ed obedeció y después de hacer la llamada se sentó a esperar en la escalera de la entrada de la casa. Tenía 15 años.
En el interrogatorio dijo que había matado a la abuela para saber qué se sentía matando a alguien.
-¿Y a tu abuelo? – le preguntaron.
-Para evitarle la tristeza – respondió.
Engañando al psiquiatra
Ed era menor de edad y parecía trastornado. Le hicieron exámenes psicológicos y, con un diagnóstico de esquizofrenia – que luego se vería que estaba errado –, en lugar de meterlo en un correccional lo Justicia ordenó internarlo para que lo trataran en el Hospital Psiquiátrico de Atascadero, en California.
Sorprendido y seducido por el altísimo cociente intelectual que marcaba los test, uno de los psiquiatras de Atascadero pidió que se lo asignaran como paciente y pronto – como parte del proceso de rehabilitación – lo tomó como asistente personal.
Allí Ed encontró una llave que le sería muy útil para lograr su libertad. Tuvo acceso a manuales de psiquiatría y a los protocoles de los médicos para evaluar a los pacientes y los estudió. Con esa información sobre las pruebas, sabía cómo y qué responder cada vez que lo sometían a un examen; también qué comportamiento debía tener. Se empezó a mostrar sociable, cordial con los médicos, los enfermeros y los otros pacientes.
Maravillado por los avances que mostraba, en diciembre de 1969, cuando Ed cumplió 18 años, su psiquiatra recomendó que le otorgaran la libertad concidional. Hubo colegas que se opusieron, pero como se trataba de su paciente, tuvo la última palabra.
La condición era que viviera con un familiar y Ed logró que su madre volviera a recibirlo en su casa, en la ciudad de Santa Cruz. Durante los tres años que siguieron, se comportó como un ciudadano ejemplar: soportó estoicamente el alcoholismo y los maltratos de Clarnell, trabajó y hasta participó en actividades solidarias.
En diciembre de 1972, al cumplir 21 años y lograr la mayoría de edad, sus antecedentes criminales fueron borrados de los registros.
Pero Ed Kemper ya había vuelto a empezar, aunque nadie lo sabía.
El asesino de colegialas
Con el fruto de su trabajo, Ed se había comprado un auto y solía llevar a su madre a su empleo en la Universidad de Stanford, California, Eso lo había hecho acreedor de un pase para entrar al campus y un autoadhesivo para pegar en el vehículo. Por esa razón, las estudiantes que hacían dedo confiaban en él cuando se ofrecía a llevarlas. No imaginaban que el conductor era un asesino, ni que había instalado un cierre automático a las puertas del auto, para que no pudieran escapar.
El primero de los crímenes lo cometió el 7 de mayo de 1972. Ese día le hicieron dedo – y con eso firmaron sus sentencias de muerte – Mary Ann Pesce y Anita Luchessa, dos estudiantes de dieciocho años.
Aterrorizadas, sin poder reaccionar, las chicas vieron cómo el hombre corpulento y aparentemente bonachón que se habían ofrecido a acercarlas al campus no las llevaba a la Universidad sino que se metía en un bosque. Allí las hizo bajar, esposó a Mary Ann y metió a Anita en el baúl del auto.
Primero estranguló a Mary Ann y después a Anita. Con las dos chicas muertas en el baúl, Kemper se dirigió a su casa. En el trayecto lo detuvo un patrullero por circular con un foquito quemado. Impertérrito, Ed dejó que le hiciera la multa y le permitiera seguir su camino.
Sabía que su madre no volvería hasta la noche. En la casa vacía, desnudó y fotografió a las chicas muertas en diferentes posiciones, después violó los cadáveres y finalmente descuartizó los cuerpos en la bañera. Ya estaba oscuro cuando volvió a salir de la casa con los restos fragmentados y metidos en bolsas de basura. Los abandonó en medio del campo.
Había nacido “El asesino de las colegialas”.
Cuatro muertas más
Entre septiembre de 1972 y abril de 1973, Edmund Kemper violó y asesinó a otras cuatro estudiantes: Aiko Koo, de 15 años; Cindy Schall, de 19; Rosalind Thorpe, de 23, y Alice Liu, de 21.
Aiko Koo no iba a la universidad sino que esperaba el ómnibus para ir a una clase de baile cuando, la tarde del 14 de septiembre, Kemper se ofreció a acercarla en su auto. La llevó al bosque, donde la violó antes de asfixiarla, y después cargó el cadáver el baúl y lo llevó a su casa, donde lo sometió al mismo tratamiento que había perpetrado con las dos víctimas anteriores.
Volvió a la carga el 7 de enero de 1973, cuando Cindy Schall le hizo dedo. Esta vez, después de violar a su víctima, Kemper la mató con dos tiros de pistola. Llevó el cadáver a su casa para repetir el mismo modus operandi, pero al llegar comprobó que su madre estaba demasiado borracha y no había ido a trabajar. Escondió el cuerpo en un armario y esperó al día siguiente para descuartizarla. Tiró las bolsas con los restos desde un acantilado, pero decidió guardar la cabeza de Cindy y la enterró en el jardín.
El 5 de febrero volvió a cometer un doble crimen, en el mismo bosque y con igual método. Las mató a tiros, las llevó a su casa, las violó muertas, las descuartizó y desechó los restos en bolsas de basura.
Para entonces, la policía ya buscaba desesperadamente al “asesino de las colegialas” pero no tenía pistas. Ed Kemper era muy cuidadoso, actuaba con sigilo y cuando descuartizaba los cadáveres retiraba las balas que había usado para que no se pudiera identificar el arma.
Parecía que nunca iban a descubrirlo.
La madre y la amiga
La noche del 20 de abril de 1973 Ed Kemper dormía cuando su madre llegó después de una fiesta. La mujer estaba tan borracha que trastabillaba y volcaba objetos a su paso, haciendo ruido.
Ed se despertó y fue a ver qué pasaba. Se quedó mirándola en silencio.
-¿Vas a quedarte ahí toda la noche? – le gritó Clarnell.
-No – le respondió Ed y se encerró en su dormitorio.
Pero se había ido para volver. Media hora más tarde se metió en el dormitorio de su madre armado con un cuchillo y un martillo. La mató a martillazos y después la decapitó en el cuchillo. Agarró la cabeza por los pelos y practicó sexo oral. Cuando se cansó, la puso sobre un estante y estuvo tirándole con dardos durante casi una hora. Después metió el cuerpo y la cabeza en un armario.
A medianoche se había bañado y cambiado la ropa ensangrentada. Tenía la intención de ir a tomar algo a un bar, pero en el camino encontró a Sally Hallet, de 59 años, la mejor amiga de Clarnell. Le dijo que su madre estaba por ver una película y la invitó a compartirla con ellos. La mujer no sospechó.
La estranguló y también guardó el cadáver en un armario.
Una entrega inesperada
Kemper contaría después que su primer reflejo fue escapar. Cargó el auto con todas las armas que tenía y manejó sin parar hasta Pueblo, en Colorado. Pensaba que en cualquier momento intentarían detenerlo y planeaba defenderse a los tiros.
Entonces escuchó en la radio una noticia que lo hizo cambiar de opinión: “Las autoridades siguen sin tener pistas para atrapar al asesino de las colegialas”. Sintió frustración porque nadie le prestaba atención. Si no se los decía, jamás lo sabrían.
Manejó de regreso a su casa y desde allí llamó a la policía. Sentado en la puerta delantera – igual que cuando había dado aviso de la muerte de sus abuelos – se dio cuenta de que ya no tenía ganas de matar, que la ira se había apagado.
Fue lo primero que les dijo a los policías que lo detuvieron.
Confesión, condena y fama
Si Ed Kemper quería fama, la obtuvo más allá de todas sus expectativas con la confesión de sus crímenes. No omitió ninguno y dio todos los detalles.
En el juicio – realizado ese mismo año – pidió que lo condenaran a muerte, pero esa pena estaba suspendida desde el año anterior en el Estado de California, de modo que el tribunal le tiró por la cabeza ocho condenas de cadena perpetua, una por cada uno de sus crímenes, sin contar los de los abuelos.
En la cárcel quiso suicidarse dos veces, pero después de fallar decidió comportarse como lo había hecho en el pasado durante su internación en el hospital psiquiátrico. Esta vez no sedujo a un psiquiatra sino a los perfiladores del FBI, que comenzaron a consultarlo para que los ayudara a resolver casos de asesinos en serie. Ed Kemper colaboró con todo gusto.
Sus sangrientas andanzas fueron contadas en siete libros, con cuyos autores también colaboró, y sus trabajos como “consultor” del FBI dieron lugar a varios capítulos de la serie “Mindhunter”.
Al escribirse estas líneas, Edmund Kemper está a punto de cumplir 73 años y lleva 48 detrás de las rejas en la cárcel estatal de Vacaville, California.