Llevaba meses batallando contra el cáncer. Como esos jugadores de gambetas indescifrables, lo suyo no admitía previsiones. Era un periodista «de los de antes», sin horarios y sin hoja de ruta predeterminada. De su teclado salía lo que tenía que salir.
El periodismo puede ser un laburo cualquiera o algo muy distinto a todo lo demás. Hay gente que podría dedicarse a este oficio o a la venta de repuestos para motos sin percibir que haya algo demasiado diferente entre un asunto y otro. Y están los que no podrían ser ninguna otra cosa, así pasaran por una docena de vidas. Por ejemplo, Silvestre Fogel, que hoy se fue al mundo de los misterios y deja en NORTE -y sin duda que también en cada lugar que haya compartido- una tristeza que nos cae encima como llovizna de otoño.
Alguna vez, Carlos Bianchi, entrenador de grandes éxitos futbolísticos, definió a Martín Palermo como un «optimista del gol». Era una definición tan precisa como genial. Porque Palermo era eso, alguien que podía ver la posibilidad de sacudir la red allí donde nadie más avizoraba la chance de tal cosa. Silvestre Fogel era un optimista del dato. No importa qué tuviera que averiguar, él iba a intentarlo. Y era casi seguro que lo iba a conseguir. A cualquier hora, eso sí.
EL CHICO DEL FONDO
Silvestre era un periodista de otro tiempo. Uno de aquellos de los tiempos del Bar La Estrella, pero sin el bar. Estaba arrimándose a los 50 años, y era el diferente de la Redacción. El que hacía que te agarraras de la cabeza esperando que terminara una nota y el que podía conseguir lo impensado con la inescrutable red de fuentes y contactos que manejaba.
Disperso, casi siempre desgarbado, observador nato, charlador, hurgador compulsivo de web y redes, muy lúcido para el análisis y para relacionar información, era el que podía errar el penal pero también marcar en el último minuto el gol del campeonato.
Leal, noble, honesto, Silvestre laburaba contactando frecuentemente a los funcionarios y dirigentes que son ideales para pasarles la gorra y pedirles algo a cambio, pero Silvestre nunca pasaba la gorra ni pedía nada a cambio.
Era el chico del fondo. Allá, en la frontera de la Redacción, tecleaba, se reía solo, tomaba su mate o comía apresuradamente de un tupper. Cuando no se ensimismaba en alguna búsqueda, caminaba y debatía. Vamos a extrañar su «no es tan así», devolución casi inevitable cuando le compartíamos una mirada o una opinión sobre algún tema, y su voz un poco nasal para exponernos su propia visión de la noticia del momento, a veces cruzando los brazos sobre la cabeza (y más de una vez, en ese movimiento, luciendo orgulloso su ombligo) o moviendo los dedos de las manos como si estuviera barajando cartas. Luego, una fregada de mano sobre el cabello corto, para luego girar y volver a su rincón.
Sus jefes estaban casi resignados a no encomendarle nada. Se limitaban a dejar libre «la página para Silvestre». Ya vería él qué conseguía. La búsqueda solía comenzar no tan temprano y terminaba bien tarde.
Lo vamos a extrañar mucho. Ya lo estamos extrañando. Porque lo queríamos un montón y porque todo ese aprecio (decir «ese amor» lo haría sentir incómodo, o soltar una de sus carcajadas ahogadas) estaba plenamente justificado.
Con información de Diario Norte