El 9 de junio de 1956, en la represión del levantamiento de los generales Valle y Tanco contra la dictadura de Aramburu, la policía detuvo a un grupo de hombres en una casa de Florida. Horas después, los fusilaron. Murieron 5, mientras otros pudieron escapar. Meses después, a través de un sobreviviente, Walsh reconstruyó la masacre. A 67 años de los hechos, se inició un juicio que apunta a calificarlos como crímenes de lesa humanidad.-
Los generales del Ejército Juan José Valle y Raúl Tanco lideraron, hace 67 años, un 9 de junio de 1956, un levantamiento armado que intentó reponer a Juan Domingo Perón como presidente constitucional de la Argentina, y que la dictadura de Pedro Eugenio Aramburu sofocó con una masacre en la que fueron fusilados 18 militares y 13 civiles.
Nueve meses atrás, un golpe de Estado había derrocado a Perón e instaurado un régimen cívico militar autodenominado como «Revolución Libertadora».
El general Eduardo Leonardi, un nacionalista católico que había asumido la Presidencia tras el golpe, resultó desplazado en noviembre de 1955 por el tándem que formaban Aramburu y el almirante Isaac Rojas, quienes aspiraban a profundizar la desperonización del país.
Las garantías consagradas en la Constitución de 1949 quedaron conculcadas y se aplicó el Decreto 4161, que prohibía mencionar a Perón y exaltar los símbolos del justicialismo.
Además, Aramburu congeló salarios y propició el ingreso del país al Fondo Monetario Internacional (FMI), que le recomendó ejecutar una política de ajuste a cambio de prestarle asistencia financiera.
Ese contexto generó un clima de creciente malestar entre la clase trabajadora que propició el terreno para una rebelión que encabezarían Valle y Tanco, secundados por los coroneles Oscar Cogorno, Alcibíades Cortínez y Ricardo Ibazeta.
El movimiento estaba infiltrado por agentes del gobierno, que el 8 de junio ordenó numerosas detenciones entre gremialistas y activistas con el propósito de restarle sustento social al pronunciamiento.
Ese mismo día, Aramburu viajó a Santa Fe pero, antes de partir, dejó preparados los decretos 10.362, 10.363 y 10.364, que establecían la Ley marcial y la pena de muerte, pero que serían publicados en el Boletín Oficial una vez producida la rebelión.
La señal para el inicio de la sublevación se daría por radio, durante la transmisión de la pelea de boxeo entre Eduardo Lausse y el chileno Humberto Loayza, que se celebraba en la noche el sábado 9 de junio en el Luna Park.
El alzamiento se verificó en Campo de Mayo, la Escuela de Mecánica del Ejército, los Regimientos 2 de Palermo y 7 de La Plata, y en Viedma, Rosario, Rafaela y Santa Rosa, La Pampa.
En una casa de la localidad bonaerense de Florida, en el norte del Gran Buenos Aires, fueron detenidos varios civiles: algunos se aprestaban a facilitar respaldo operativo a la rebelión; otros, en cambio, se encontraban allí de forma circunstancial para escuchar la pelea de Lausse.
Los combates entre los efectivos del gobierno y los sublevados se produjeron entre las 22 y la medianoche del 9, en tanto que los decretos firmados por Aramburu se difundieron a las 0.30 del 10 de junio.
Esas normas fueron creadas para aplicarse de manera retroactiva, en una clara violación de los principios del derecho penal, ya que los fusilamientos estaban decididos de antemano.
En la madrugada comenzaron las ejecuciones de los detenidos, y el teniente coronel Desiderio Fernández Suárez, al mando de la Policía de la provincia de Buenos Aires, le ordenó al comisario Rodolfo Rodríguez Moreno fusilar a los detenidos de Florida, que se encontraban en una comisaría de San Martín.
Los 12 detenidos fueron llevados a los basurales de José León Suárez, donde cinco fueron asesinados por las balas policiales y los otros siete lograron escaparse.
En la mañana, un tribunal militar presidido por el general Juan Carlos Lorio realizó un juicio sumario a militares sublevados y concluyó que los detenidos, aunque «culpables del delito de sedición», no debían ser fusilados.
Aramburu le ordenó al tribunal que rectifique su fallo y Lorio le pidió al mandatario que manifieste por escrito su decisión de ejecutar a los detenidos.
El militar que ejercía la Presidencia le respondió con la elaboración de una lista de 11 militares rebeldes que horas más tarde fueron pasados por las armas.
Ante la muerte de sus camaradas, Valle, escondido en una casa de la calle Corrientes, decidió entregarse a condición de que se detuviera la represión.
El general peronista fue conducido al Primer Cuerpo de Ejército, en Palermo, donde, tras un juicio sumario, se lo condenó a morir frente a un pelotón de tiradores.
Valle fue asesinado el 12 de junio, pasadas las 22, en la Penitenciaría ubicada en la calle Las Heras, sin que medie una orden de ejecución por escrito.
Por su parte, Tanco se refugió en la embajada de Haití, pero el coronel Domingo Cuaranta irrumpió en la delegación diplomática y lo secuestró a punta de pistola.
Frente a las protestas del diplomático caribeño Jean Briere, el gobierno se vio obligado a respetar el derecho de asilo y le permitió al general volver a la delegación.
Meses más tarde, en un café de La Plata, un periodista interrumpirá la partida de ajedrez que jugaba contra un parroquiano al escuchar una frase inquietante: «Hay un fusilado que vive».
En base a ese rumor, Rodolfo Walsh dio con Carlos Livraga, y con su testimonio el periodista reconstruyó la historia de los fusilados de José León Suárez y plasmó sus padecimientos en el libro «Operación Masacre».
Detenidos y fusilados
La redada es desprolija, algunos de los hombres que están en la casa de Torres logran escapar, otros levantan las manos y se entregan. Algunos saben qué está pasando, otros no tienen la más mínima idea.
Finalmente hay entre 12 y 15 detenidos: a los capturados en la casa del fondo, se suman dos de la casa que está en el frente y luego habrá otros dos que son capturados cuando están llegando a la casa.
Cuando los detienen no han dado las doce de la noche del 9 de junio. Los suben a un colectivo y los trasladan a la Unidad Regional San Martín de la Policía Bonaerense.
Los hombres fueron llevados al basural de José León Suárez y fusilados. Cinco murieron, otros lograron escapar gravemente heridos (imagen ilustrativa)
Los hombres fueron llevados al basural de José León Suárez y fusilados. Cinco murieron, otros lograron escapar gravemente heridos (imagen ilustrativa)
Están allí cuando, a las 0.32 de la madrugada del domingo 10 cuando por Radio del Estado se da a conocer el decreto de ley marcial, firmado por Isaac Rojas, que autoriza a fusilar a los rebeldes que sean detenidos a partir de ese momento.
Los detenidos, entonces, no han violado la ley marcial y no pueden ser fusilados. Sin embargo, poco después, el jefe de la Unidad Regional, inspector mayor Rodolfo Rodríguez Moreno, recibe precisamente esa orden imposible: fusilar a los detenidos, de parte del jefe de la Bonaerense, que después de la redada de Florida ha regresado a la jefatura de policía, en La Plata.
“¡A esos detenidos de San Martín, que los lleven a un descampado y los fusilen!”, son sus palabras exactas.
Los suben a un camión y los llevan a un descampado. Los policías no están muy convencidos de lo que los han mandado a hacer: matar a sangre fría. Quizás por eso, cuando los bajan en el basural de José León Suárez y los hacen caminar iluminados por los focos del camión, algunos dudan y otros, quizás, tiran a errar.
Sobre los terrenos del basural quedan cinco cadáveres. Son los de Carlos Lizaso, Nicolás Carranza, Francisco Garibotti, Vicente Rodríguez y Mario Brion.
Los otros –algunos heridos- logran escapar. Algunos de ellos serán recapturados horas después, pero se salvarán de ser fusilados e irán presos; otros se esconderán durante meses, protegidos por familiares o amigos; unos pocos alcanzarán a meterse en la Embajada de Bolivia y partirán al exilio.
En medio de la conmoción y la vorágine informativa del levantamiento de los militares rebeldes, la confusa aparición de cinco cadáveres en un basural del conurbano pasará casi inadvertida.
Un episodio más de esos días, que pronto sería olvidado. Si no lo fue, se debió a un periodista llamado Rodolfo Walsh.
“Hay un fusilado que vive”
La noche del sábado 9 de junio de 1956 Rodolfo Walsh estaba jugando al ajedrez en el Bar Rivadavia de La Plata. No pintaba un fin de semana tranquilo cuando se comenzaron a escuchar los tiros. Walsh salió con otros parroquianos para ver “qué festejo era ése”.
Las detonaciones, sin embargo, no tenían que ver con ninguna celebración sino con un duro enfrentamiento armando frente a la Jefatura de Policía, ubicada a unas diez cuadras del bar. El tiroteo era entre un grupo de oficiales y suboficiales del Regimiento VII de Infantería que intentaban ocuparlo por sorpresa y otros policías y militares que trataba de defender el edificio.
En el prólogo de “Operación Masacre”, cuya escritura empezó meses después, Walsh relata la vacilante caminata que debió hacer esa noche para llegar a su casa –donde estaban su mujer y sus dos hijas– ubicada a unos trescientos metros de la Jefatura.
Cuando finalmente llegó, cuenta, no sin cierta ironía: “Mi casa era peor que el café y peor que la estación de ómnibus, porque había soldados en las azoteas y en la cocina y en los dormitorios, pero principalmente en el baño, y desde entonces he tomado aversión a las casas que están frente a un cuartel, un comando o un departamento de policía”.
También escribió que le tocó en suerte ser testigo de una muerte: “Tampoco olvido que, pegado a la persiana, oí morir a un conscripto en la calle y ese hombre no dijo ‘Viva la patria” sino que dijo ‘No me dejen solo, hijos de puta”.
Los hechos de esa noche del sábado 9 de junio le produjeron una fuerte impresión. Sin embargo, no lo motivaron a nada, quería olvidarlos. “Tengo demasiado para una sola noche. (El general) Valle no me interesa. Perón no me interesa, la revolución no me interesa. ¿Puedo volver al ajedrez?”, escribió.
El desinterés de Rodolfo Walsh frente a los fusilamientos perpetrados por la dictadura de “La Libertadora” después del levantamiento de Valle y Tanco desapareció repentinamente la noche del martes 18 de diciembre de 1956, cuando en el mismo bar desde donde había escuchado los tiros la noche del sábado 9 de junio alguien le dice casi susurrando:
—Hay un fusilado que vive.
La investigación de Walsh
Durante meses, con la colaboración de Enriqueta Muñiz, y la ayuda de fuentes que nunca reveló, Walsh logró encontrar y entrevistar a los sobrevivientes, reconstruir paso a paso los hechos de esa noche y –muy importante– establecer que los fusilados habían sido detenidos antes de la promulgación de la ley marcial. Es decir, que fueron ejecutados ilegalmente incluso en los términos de la precaria legalidad de la dictadura de Aramburu y Rojas.
Lo dice el propio Walsh en el primer párrafo del prólogo: “La primera noticia sobre los fusilamientos clandestinos de junio de 1956 me llegó en forma casual, a fines de ese año, en un café de La Plata donde se jugaba al ajedrez”.
La clave es la palabra “clandestinos” que utiliza para calificar a los fusilamientos de la madrugada del 10 de junio en José León Suárez. A su criterio de entonces esa ilegalidad los hace diferentes de otros fusilamientos de militares y civiles detenidos después de la promulgación del decreto de Ley Marcial a las 0.32 de la madrugada.
Los fusilados de José León Suárez –a diferencia del resto– habían sido detenidos la noche del 9 de junio, antes del anuncio por Radio del Estado de la Ley Marcial. Esa detención, previa al decreto, hace “ilegales” a esos fusilamientos y eso es lo que Walsh –con la ayuda de los sobrevivientes y la información que le brinda el teniente Dillon– quiere demostrar y demuestra.
Hoy todos esos fusilamientos –los unos y los otros– están claramente definidos como crímenes de terrorismo de Estado, una calificación que la Argentina todavía no conocía en 1956.
Lo que a Rodolfo Walsh lo indigna y lo lleva a investigar es que, con los fusilamientos clandestinos del basural, la “Revolución Libertadora” está violando sus propias leyes.
“Tampoco soy ya un partidario de la revolución que –como tantos– creí libertadora”, dirá.
67 años después
Esta semana se inició un juicio por la verdad que tiene mucho de histórico, pero que busca que aquellas muertes sean consideradas crímenes de lesa humanidad, que no prescriban y queden impunes.
Se desarrolla en el Tribunal Federal N°2 de San Martín, a cargo de la jueza Alicia Vence. En la primera audiencia declararon dos hijas de las víctimas, Berta Josefa Carranza y Delia Beatríz Garibotti. Para la semana que viene está prevista la declaración del “fusilado que vive”, Juan Carlos Livraga.