Javier Vega Caballero, de 16 años, había salido a la vereda “a tomar aire” junto a su hermano de 13 cuando dispararon desde un auto. Él terminó herido y Lucas, asesinado.
Cristian ayuda a Javier a cambiar la venda donde, muestra, se ve un agujero redondo de tres centímetros, justo debajo de la rodilla izquierda. Impresiona. Javier prefiere no mirar y deja que su hermano limpie la herida y coloque un nuevo apósito. Están sentados en la cama de Lucas, «Luquitas», como lo llaman.
«La casa se apagó, no hay ruido, no hay risas, nadie hincha las pelotas, no tenemos a quién joder, esto es insoportable», balbucea Javier, todavía dolorido.
Cristian (23) y Javier (16) son hermanos de Lucas Vega Caballero (13), el chico que fue asesinado hace una semana en Rosario, cuando salió a la vereda de la puerta de su casa y se encontró con una balacera mortal.
Dos proyectiles, uno en el hombro y el otro en el tórax, este último determinante, acabaron con una vida que tenía el mundo del fútbol como futuro inmediato. «Lo que jugaba mi hermanito no te das una idea, respiraba fútbol, dormía con la pelota», dice Javier.
El adolescente toma antibióticos y tiene que hacer reposo, aunque camina rengueando para trasladarse por la casa. «Tengo para tres semanas, un mes, depende de la evolución. Ya avisé en la escuela, me dijeron que no me preocupara, que me ponga bien y que me esperan para ayudarme a ponerme al día con las semanas de ausencia». Cursa el tercer año en el colegio Ángela Peralta Pino, la misma institución donde iba Luquitas.
Hay mucho silencio en la habitación donde dormían Javier y Lucas. Cristian, el hermano mayor, se va. Javier se mira la pierna. No tiene ganas de hablar, pero conversa con Clarín.
«No me puedo sacar esa imagen de encima, me persigue. Sueño con mi hermanito, tengo pesadillas con los disparos y me despierto agitado. Mirá que este barrio Emaús es pesado, pero lo del lunes pasado no lo habíamos vivido nunca. Justo salimos en ese momento, justo le pedí a mi mamá salir un rato a tomar aire», se culpa.
Menea la cabeza el chico. «Estábamos cenando los cinco hermanos (Junior, Laura, Cristian, Javier y Lucas) y mi mamá, ya por terminar… Cristian se va al baño y yo como había estado engripado todo el día y no me había movido de casa, le pedí a mi vieja salir un rato, necesitaba aire y me dio el okey… Detrás mío se sumó Lucas y en la vereda había vecinos. Creo que pasaron veinte segundos, cuando desde la ventanilla trasera de un auto blanco vi un tipo con un revólver», reconstruye.
Esa escena es la que sofoca a Javier, fue una fracción de segundo. «Vi el auto que pasaba muy despacito, lo seguí con la mirada, al toque asomó el revólver y empezaron los tiros. Me escondí en un paredoncito sobre la calle Génova, casi esquina González del Solar. Lo vi a Lucas correr medio desesperado, alcancé a gritarle, creo que ‘tirate al piso’ o algo así y pero siguió corriendo unos treinta metros… Fui a buscarlo y justo cayó dentro de un pasillo que lleva a una casa. Los tiros seguían y no me había dado cuenta que estaba con la pierna herida».
El relato de Javier es tan monocorde como escalofriante. Entra Cristian y le alcanza un vaso con agua. Se queda escuchando. «Fui el primero que lo vio a Luquitas y me tiré encima de su cuerpo, intentando protegerlo… Lo miré, pestañeaba mucho, le grité, le moví los brazos, tapé la herida en el pecho, sangraba un montón… ‘¡Luqui, hermanito, no cierres los ojos, aguantá, por favor aguantá, que ya viene papá!’. Él me miraba, estiró los brazos, cerraba los ojos, no podía sostener la mirada», acota con angustia.
Toma agua Javier. Mueve su cuello algo contracturado. «Yo estaba en el baño y escuché los disparos, pero pensé que eran fuegos artificiales, los asocié a Central que esa noche estaba cerrando la fecha… Pero al toque fueron gritos desesperados de mi vieja y de mi hermana Laura y salí a la calle. Buscaba a Lucas y no lo veía, tampoco a Javier, pero inmediatamente escuché gritos suyos, en una casa aquí al lado».
Llamaron a la ambulancia, que no llegaba y a Carlos, el padre de los Vega, que llegó primero con el auto. Mientras esperaban, los vecinos le hicieron un torniquete a la rodilla de Javier, que acusó el dolor y se impresionó por la pérdida de sangre. Cargaron a Lucas, a Javier y se sumó Laura, la otra hermana. «Yo le hablaba a Luquitas en el auto, estábamos en la parte de atrás, pero ya no reaccionaba, para mí ya estaba muerto, pero le seguíamos apretando el pechito».
El resto es historia tristemente conocida. El asesinato de Lucas Vega Caballero provocó conmoción nacional. «Yo zafé, lo mío es este agujero, ya me voy a poner bien, pero acá las muertes seguirán, si no se hace nada. Ahora -atardecer del lunes- la cuadra está muerta, nadie asoma la cabeza, hay un miedo general. Nadie se anima a pisar la vereda a esta hora, esto es un territorio en guerra. Hace una semana asesinaron los sueños de mi hermanito».
Repite Javier que «la casa es un cementerio. El enano era una campanita, siempre riendo, divertido y lo re gastábamos, porque era el más chiquito, el más apegado a mi vieja. Lo cargábamos y se enojaba, no le gustaba, él decía que ya iba a ser grande, ‘grande de verdad, en la cancha’, decía. Y sí, era voluntarioso, comprometido y tenía una zurdita envidiable… Quería jugar en Primera, en Central, en 7 de Septiembre, donde sea, un pibito con hambre, algo que cuesta encontrar».
El sábado Javier cumplió 16 años. «No había ganas de nada, el único regalo que me importaba era volver a ver a mi hermanito. Sin duda será el cumple más triste de mi vida… Y este jueves Luqui cumpliría 14. Todo junto, no sé si volveré a festejar, si tendré ganas, son fechas muy pegadas, es imposible no asociarlas», cierra.