Editorial
Hay frases que uno nunca olvida. En mi caso, fue una que escuché cuando mi hija ya estaba mejor:
«Le dieron una excelente calidad de vida.»
No era una exageración. Era la verdad. Y esa verdad tenía un nombre: Hospital Garrahan.
Cuando llegás al Garrahan no solo te enfrentás al diagnóstico de tu hijo o hija, sino también a una realidad que te atraviesa por completo: la vulnerabilidad, el miedo, la esperanza que pende de un hilo. Y ahí están ellos. No solo médicos y médicas. Están profesionales comprometidos, técnicos, enfermeros, voluntarios, personas que tratan a los chicos con la misma entrega con la que uno quisiera poder abrazarlos todo el día. Porque en ese lugar no te curan solamente el cuerpo, también te sostienen el alma.
Mi hija llegó al Garrahan con una condición que en otro contexto podría haber significado una condena. Pero allí la atendieron, la entendieron, la acompañaron y la transformaron. Hoy tiene otra vida, otra mirada, otras oportunidades. Porque alguien, en algún momento, creyó que un hospital público no debía tener techos bajos. Que la salud de los chicos era prioridad. Y porque hay un equipo humano que sigue creyéndolo cada día, incluso con lo poco que muchas veces se les da a cambio.
En estos tiempos donde se discuten presupuestos, modelos de país y prioridades, quiero recordar que el Garrahan no es un gasto, es una inversión en futuro. Cada niño y niña que se va de alta es un triunfo colectivo. Cada familia que puede volver a respirar es el resultado de un sistema que, cuando quiere, puede ser profundamente humano y profundamente eficiente.
Yo necesité del Garrahan. Y miles lo necesitan hoy.
Por eso, cuidarlo no es una opción: es una responsabilidad moral, social y política.
#Por un padre agradecido#